Querido Jorge,
Admito que intento tocar tus manos ante la menor oportunidad. Es verdad que esta vez la casualidad me ha puesto una trampa. Reconozco que hubiera deseado que me acompañaras esa tarde, que te sentaras y me hablaras de ti. Recuerdo la disposición con la que atiendes a cada persona que entra al café, tu actitud metódica para preparar hasta el platillo más insignificante, la sutileza de tu atención y la sonrisa infantil que resguarda tu rostro con barba de dos semanas. Me revolvía en la manera con la que de reojo curioseabas buscándome y que al vernos sólo sonreías.
Aun recuerdo las venas que envuelven tu antebrazo como enredaderas que se aferran a las paredes de un antiguo edificio. Tengo presente el café con dos de azúcar de tus ojos. Más abajo: el labio inferior pálido, lo desértico de ambos y como la comisura sugiere amabilidad y una invitación ambigua.
Quiero decirte, Jorge, que encontré en esa cafetería el mejor café de la ciudad y que no me canso de verlos. Admito que vivo con el deseo de beber la cafeína necesaria para despertar en un lugar donde puedas disfrutar mi presencia sin remordimiento alguno.
Si algún día terminas por fijarte, me dices y te doy la cuenta. Quedaría en deuda pero espero podamos llegar a un acuerdo.
Atentamente,
Tu cliente.
PD: La primera taza de café es para despertar, la segunda es para terminarla a sorbos eternos sólo si estás ahí. Por favor dime si soy obvio.
Me encanta
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